Un puente hacia el pasado entre Tocaima y Agua de Dios
El Puente de los Suspiros fue la primera
infraestructura colgante del país. Este patrimonio fue protagonista en la
historia de la lepra en Colombia y ahora está siendo reconstruido.
El suspiro era la única
reacción que tenían los visitantes, en el siglo antepasado, al mirar el primer
puente flotante del país, construido en 1862 y que comunica al municipio de
Tocaima con Agua de Dios y Ricaurte, sobre el río Bogotá. Y no por su gran infraestructura
o por el desarrollo que había traído consigo, sino porque todo aquel que
atravesaba esos 120 metros, sabía que se dirigía a lo que hoy podría
considerarse una especie de campo de concentración que hubo en Colombia,
incluso antes de la Segunda Guerra Mundial. Todo el que pasara por el Puente de
los Suspiros, como se bautizó desde sus comienzos, terminaría en el lazareto de
Agua de Dios.
Un lazareto era el lugar a donde llegaban los enfermos de lepra de todas las partes del país. En Colombia hubo tres y uno de ellos se construyó en lo que actualmente es el municipio de Agua de Dios. Este puente resulta ser muy importante, pues es la puerta de entrada a una historia que tal vez muchos han escuchado, pero pocos han estudiado en detalle. Una historia de horror que paró en 1963, cuando la ciencia dictaminó que la lepra no es una enfermedad contagiosa y cuando, ese mismo año, el Gobierno le otorgó a este territorio la categoría de municipio.
Hasta hace cuatro años, el puente de las más crueles despedidas siguió funcionando para darles la bienvenida a los pocos viajeros que se atrevían a pasar de Tocaima a la "tierra del dolor", como se conoce Agua de Dios. Sin embargo, en vista de que solo tenía una calzada y que el óxido cada vez hacía más de las suyas, la Gobernación decidió reemplazarlo por uno nuevo, con señalización y doble carril. La vieja infraestructura de barro y arcilla, cuya entrada majestuosa tiene los rastros de pintura de carros que intentaron entrar al municipio a la fuerza, quedó relegada al lado izquierdo de la nueva obra y son pocos los que alcanzan a ver esta obra, que fue declarada en 2011 como patrimonio histórico y cultural.
Por eso, los habitantes
de Tocaima le solicitaron al Instituto Departamental de Cultura y Turismo de
Cundinamarca (Idecut) restaurarla y convertirla en un atractivo turístico, en
la que se empiece a contar la historia de la lepra en Colombia. Un suspiro,
afirman muchos, para volver a tomar aire y comenzar una nueva historia. Esta
restauración, según Alejandro Angarita, asesor técnico del proyecto, costará
alrededor de $1.200 millones y empezaría, dependiendo de la autorización de la
administración en 2016. La idea, asegura Angarita, es volverlo a dejar tal cual
era en el siglo XIX y siglo XX, con piso de madera y cables de acero, que aún
funcionan.
Una historia de horror
Agua de Dios es un municipio de silencio y tranquilidad. Hasta el viento, que entra fuerte y golpea en la cara de los habitantes, no hace ruido alguno. Quien entra la primera vez a este lugar pensaría que su gente es extrovertida, pues las casas están pintadas de colores llamativos y da la sensación de una alegría permanente. Pero aquí se lleva la sorpresa de que es todo lo contrario, todos son callados y prudentes. Aunque eso sí: si necesita información o está perdido, alguien irá a su rescate.
Nuestro héroe en este caso fue Pedro Jiménez, un oriundo de Agua de Dios, quien al vernos frente al Museo Médico de la Lepra nos preguntó si necesitábamos ayuda. En menos de 30 segundos, empezó a contar la historia del municipio. La sabe él y la saben todos. Pero antes advierte: “es una historia dura, triste y hasta hoy hemos tenido que cargar con las consecuencias”.
Todo comenzó en 1833, cuando los rumores hicieron que la enfermedad de Hansen,
conocida como la lepra, fuera catalogada como contagiosa. Desde ese momento, el
Gobierno de la época decidió crear lazaretos. El Estado le compró los terrenos
al político y escritor colombiano Manuel Murillo Toro y en 1870 ya su
conformación fue un hecho. En un principio, el aislamiento era una cuestión
voluntaria, pero después de que se firmara la Ley 104 de 1890, esto se
convirtió en una obligación: todo enfermo de lepra debía aislarse en estos
centros y no salir hasta el día de muerte. “Allí se convierte en protagonista
el puente, porque los familiares de los leprosos los entregaban a las
autoridades”, dice Pedro.
Año tras año llegaban a este lugar
centenares de leprosos. Desde grandes hacendados, personas muy humildes y hasta
músicos, como el caso de Luis Calvo, uno de los compositores más importantes
que ha tenido Colombia. “Compuso los himnos de Pereira, Risaralda y el de la
armada de los Estados Unidos. Sus intermezzos se escuchan hoy en el Vaticano”,
explica Mario Fernando Longas, representante de la Fundación Phoenix, que
administra la Casa Museo de Luis A. Calvo.
Una vez el enfermo de lepra entraba a la aldea, se debía despojar de todo,
hasta de su identidad. Después de cruzar el puente, se eliminaba su cédula de
ciudadanía y se le entregaba otra, con la categoría de enfermo. Había a quienes
les cambiaban el apellido, porque para su familia era una vergüenza que lo
portaba.
Las personas allí perdían todos sus
derechos civiles: no podían votar, no podían tener hijos, ni propiedades.
Además, se encontraban en un aislamiento absoluto porque la aldea estaba
cercada con un alambre de púas y custodiada por retenes y una guardia de 40
policías exclusiva para el lugar. Incluso, cuando los médicos los visitaban,
les tiraban los medicamentos desde los caballos para “no contagiarse”.
Agua de Dios, dicen sus habitantes, era una
república independiente, pero en realidad su sinónimo sería un campo de
concentración. Estaban tan aislados, que tuvieron que crear estructuras y
normas propias, como hospitales, la prohibición del licor, la creación de un
subsidio y hasta su propia moneda llamada “coscoja”, que conservan algunos
habitantes.
Si llegaba correspondencia, que ocurría muy pocas veces, debía pasar por una
máquina que la desinfectaba. Si los leprosos tenían hijos, se realizaban
batidas para capturar a los bebés y llevarlos a la sala cuna, donde eran
adoptados por familias de afuera de la aldea. Algunos padres desesperados por
que las monjas y las autoridades no les arrebataran a sus hijos, decidieron
construir canastas y colgarlas en los árboles. Cuando era la hora de la inspección,
subían a los pequeños a la parte más alta.
También estaba la casa de la desinfección.
En el Museo Médico de la Lepra aún se conservan los aparatos que utilizaban
para los tratamientos. Según cuentan los guías, con los enfermos se realizaban
experimentos médicos, que terminaban por quemarles más sus heridas y que al
final se convertían herramientas de tortura. “A algunos hasta los
electrocutaban”, dice Víctor Alfonso, quien realiza los recorridos.
Todos estos atropellos continuaron hasta
hace 54 años. Gracias al desarrollo de la ciencia, se pudo comprobar que la
lepra no es una enfermedad contagiosa ni genética, sino infecciosa y es causada
por la multiplicación de una bacteria del organismo llamada Mycobacterium
leprae. Además, se comprobó que es curable, a través de medicamentos. Por eso,
en 1961, se firmó de nuevo otra ley para devolverles los derechos civiles a los
enfermos y dos años más tarde, la ordenanza para crear el nuevo municipio de
Agua de Dios.
El estigma continúa
Este municipio aún sigue siendo asociado
con la lepra. Por un lado, aún hay tres albergues para quienes padecen de esta
enfermedad. Todavía siguen llegando pacientes de todos los departamentos, que
prefieren mejorar su estado en esas tierras cálidas, adornadas por sus extensos
pastales y numerosos árboles, sobre todo de mamoncillo. Así lo cuenta Luz
Marina Cruz, enfermera del albergue San Vicente desde hace 27 años.
En los largos pasillos del sanatorio, esta
mujer manifiesta su tristeza, porque muchos pacientes son abandonados por sus familiares.
En Agua de Dios, según sus cálculos, debe haber unos 300 enfermos, que son
trasladados por las EPS. Algunos, por las graves heridas, permanecen en reposo,
en sus cuartos y otros, que han mejorado, hacen talleres de pintura o de
jardinería.
Por esta razón y por la ignorancia de las
personas, Agua de Dios no es tan visitada, a pesar de ser uno de los municipios
más culturales con 16 patrimonios. La noticia de restaurar el puente es, de
alguna manera, el impulso que necesitan para que los turistas no teman y venga
a este lugar y para que los oriundos no escondan de dónde son. Dice Pedro que
cuando va a Bogotá, si cuenta que es de Agua de Dios, la primera reacción de
las personas sigue siendo el asombro y , luego, la limpieza, a veces
disimulada, de las manos.
Tomado de el diario el Espectador
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